miércoles, 15 de abril de 2009

París


París es la ciudad de la belleza. Hablamos de la belleza absoluta, en un sentido casi metafísico. La belleza de Kant y de Platón. La belleza que no entiende de modas y no tiene fecha de caducidad. La verdadera belleza.

París es un lugar evocador, que provoca sensaciones encontradas. El visitante sensible oscilará entre un leve síndrome de Stendhal, la felicidad y una extraña melancolía.
Más de una vez sentí cómo se me humedecían los ojos ante la grandeza de lo que me rodeaba, invadiéndome cierta sensación de pérdida por lo no vivido. Me imaginé siendo una estudiante de La Sorbona, paseando por Le Marais; cosas todas ellas que ya no corresponden a mi edad, y que seguramente ya no podré realizar.

A ese tipo de sensación me refiero. Almódovar dice que este sentimiento de pérdida le acompaña en todos sus viajes, supongo que somos los dos un poco adictos a la malegría, como la llama Manu Chao.


París ostenta una belleza tan eterna, tan rotunda, que nos hace sentirnos insignificantes, como hormiguitas que están de paso en este mundo. Es un wow! continuo, y te sientes afortunado por poder participar de ello, aunque sea como turista. De ahí la felicidad.


Los parisinos son naturalmente elegantes, sin estridencias, con esa presencia magnética de las personas que se sienten bien en su propia piel. Debe ser la ciudad con más bolsos de Louis Vuitton y zapatos de Jimmy Choo por metro cuadrado. Pero no se trata de eso. Es algo que está en el aire, en las jovencitas con zapatillas y foulards, en el caminar de los viadantes, en los repartidores de pan en bicicleta y en las altivas señoronas.


En París te pueden ocurrir cosas como asomarte al Sena y encontrarte al mismísimo Kaiser de la moda en plena sesión de fotos para Fendi, colarte en un club súper exclusivo o comerte un pastel de pétalos de rosa en un salón de té versallesco.

París es así.

París es maravilloso.

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