jueves, 22 de noviembre de 2007

Pontejos

Resulta curioso observar cómo un lugar que es el templo a la feminidad absoluta está gobernado exclusivamente por hombres. Quizás, y pecando de ese machismo jocoso de Umbral (que adoraba a las mujeres), es la ley del gallo en el gallinero.
Es asombroso el derroche de colores, formas, tamaños y materiales que pueblan las sólidas estanterías de madera. El control absoluto de los dependientes sobre miles de minúsculas piececitas de plástico, nácar, metal, tela, strass… a precios tan diminutos como su tamaño.
Tienen, estos hombres, un estricto inventario mental que les lleva a ubicar el botón de marras en su cajoncito exacto. Saben en qué botecito de cristal duerme cada abalorio, cada cremallera, cada adorno. Y así hasta el infinito.

Esta mercería huele a matriarcado, a secretos de costura que pasan de generación en generación, a sabiduría femenina y a abuelas que acuden con sus nietas de abriguito de terciopelo granate con botones forrados.
Los objetos esperan ansiosos, destinados a metamorfosear y embellecer las prendas de las compradoras.
Es, en definitiva, el lugar donde me gustaría pasar las tardes de Invierno si no trabajase en una agencia de publicidad.

Mujer de reserva


Ella es como el vino: mejora con los años. Ha madurado en la barrica de la experiencia y hoy desprende el aroma de la belleza natural, dejando el poso suave de las personas que se sienten bien en su piel. No siempre fue así. Por eso, hoy, la serenidad es lo más parecido que conoce a la felicidad.

*Microrelato participante en el Concurso de Microrelatos Felices Bodegas Martín Berdugo.