
En los últimos años he estado en Inglaterra, en Escocia, en Francia, en Italia, en Alemania, en Croacia, en Estados Unidos y hasta en Indonesia.
Reflexiones eléctricas y efervescentes
Hace tiempo que sigo las andanzas de ese grupo de pobres niñas ricas, carne de titulares y persecuciones, que conforman las celebérrimas Parises, Britneys, Mischas, Kirstens, Nicoles, Lindasys y demás.
Son estas las únicas celebrities que me interesan, pues el cutrerío del papel couché nacional, con sus famosuchos de tercera, su chabacanería infinita y su absoluta falta de glamour me provoca un profundo aburrimiento, cuando no otra cosa.
Pero las aventuras y desventuras de estas niñas son dignas de una novela de Tolstoi: cuando una está saliendo del psiquiátrico, a la otra la meten en la cárcel, mientras una tercera es detenida por posesión de drogas o fotografiada rapándose la cabeza. Sus continuas meteduras de pata, escándalos y truculentas historias hacen que se me antojen divertidas, conmovedoras, cercanas.
A estas niñas se las quiere como a la oveja descarriada, como a esa amiga del instituto que siempre daba la nota, como a la reina del baile que acabó destronada.
Britney fue la niña mimada del marketing musical, icono erótico, ídolo de masas, reina de las listas de éxitos. Pero ni toda su belleza, ni su poder, ni su dinero impidieron que se enamorara del macarra de la clase. El que la engañó, le jodió la vida y le puso encima 15 kilos, 2 niños y una lista de transtornos psicológicos que haría las delicias del más reputado psiquiatra.
Kirsten tiene una belleza angelical, estilo, talento, papeles en películas de prestigio, amigos indies y ex novios cool. Sin embargo también tiene ficha en una clínica de desintoxicación, una nevera donde sólo hay cerveza y mucha soledad en su apartamento de diseño del Soho.
Y qué decir de Paris, heredera desheredada, rubia hasta las últimas consecuencias, personaje de sí misma. Quizás sea por la que siento menos empatía... aún así, que tu novio te grabe mientras te acuestas con él y luego lo cuelgue en Internet es una verdadera putada. Por muy Hilton que te apellides y por mucha pasta que tengas.
Y es que, detrás de todos los escándalos de las chicas de la West Coast y de tanta frivolidad, yo encuentro un mensaje muy humano: que la vida no es fácil para nadie, ni siquiera para quien lo tiene todo.
Esta mañana me desperté con la imagen de Randy en mi cabeza. Randy crucificado, lleno de llagas, cubierto de vendas, exalando el último suspiro de gloria, golpeado por la vida, desoladoramente solo, suplicando cariño. Randy hinchado, desfigurado, con las raíces sin teñir, con cicatrices en el cuerpo y en el alma.
Ahora, cambiemos Randy por Mickey Rourke en el texto anterior. Funciona igual, ¿verdad?
Esta es la mejor prueba de que el director Darren Aronofski le regaló al malogrado actor un personaje hecho a su medida. Un personaje con el que redimirse, la última oportunidad para un hombre que se convirtió en la sombra de lo que era, abocado a la autodestrucción. Y se lo regaló en el momento preciso, cuando estaba en el mismísimo borde del abismo, cuando ya nadie se acordaba de él.
Hollywood entrona y destruye ídolos. Tal vez el mundo de la lucha libre es, en El luchador, una metáfora del star system. Y su protagonista la otra cara del que fuera icono sexual, del que trabajara con Scorsese, del que era aclamado por multitudes, del que fue expulsado del paraíso sin piedad.
Las buenas películas son aquellas que te hacen olvidarte de todo lo que te rodea para introducirte en una historia tan real, tan conmovedora, tan magistralmente interpretada, que se queda colgada en tu memoria para siempre. Por eso Randy me despertó esta mañana, con sus heridas abiertas y su mirada de perdedor. Porque Randy ya forma parte de mi mundo interior. Inolvidable.
El luchador retrata sin piedad, sin concesiones, la otra cara del sueño americano, en forma de estrellas olvidadas, strippers maduras, empleados de supermercados, campamentos de caravanas y soledad. Infinita soledad.
La película se cierra con un Bruce Springsteen en estado de gracia cantando a todos esos fracasados de vidas tan malogradas como la de Randy, de los que jamás escucharemos su historia.
Sean Penn le quitó su anhelado Óscar redentor a Mickey, pero a cambio se llevó un merecedísimo Globo de Oro.
Vean El luchador.
El verano pasado estuve en San Fins, una romería multitudinaria que se celebra en el pueblo de mis padres.
Después de tantos años fuera de casa, tuve la sensación de volver a pertenecer a un determinado lugar, a una determinada gente, aunque sólo fuese durante unos minutos. Fue muy entrañable y divertido.
Allí, entre el verdor más exuberante, efluvios de vino y rituales centenarios, se alza la pequeña capilla que cobija al santo.
Una anciana vende velitas para que los fieles y no tan fieles le hagan su petición a San Fins. Yo no soy religiosa, pero sí supersticiosa, y me atrae el folclore. Así que le compré una vela a la señora. Le pedí al santo que mi madre viviese 40 años más, pues la sola idea de separarme de ella me resulta demasiado insoportable.
Entonces, mi madre me confesó que, cuando yo era una adolescente, le hizo una petición muy especial a San Fins para mí.
Podría haberle pedido cualquier cosa: un novio, dinero, éxito...
Pero no le pidió nada de eso.
Lo que mi madre le pidió al santo es que nunca me faltaran las amigas. Y es que mi madre sabe cuáles son las cosas que de verdad importan.
Desde entonces, allí donde he ido, nunca me han faltado compañeras de aventuras y desventuras.
Tengo la buena suerte o el buen criterio de rodearme de grandes personas.
He aprendido a seleccionar a mis amigas: son honestas, luchadoras, auténticas, buenas conversadoras, divertidas.
A algunas las veo todas las semanas, a otras muy de cuando en cuando. A veces, incluso, nos abandonamos por temporadas.
Unas son muy afines a mí, otras algo menos.
Pero sé que puedo contar con ellas, y ellas saben que pueden contar conmigo. Eso es lo que de verdad importa. Mi madre lo sabe, ellas lo saben, yo lo sé.
Por eso hoy quiero darles las gracias a todas ellas, por hacer de mi vida un lugar mucho más habitable, divertido y acogedor.
Gracias, niñas.
Gracias, mamá.
Gracias, San Fins.