Corría el verano del 97,
y corría veloz, precoz y ávido de nuevas experiencias.
Era la noche del año,
y teníamos por delante tres flamantes y tórridos meses
llenos de posibilidades.
La humedad empapaba nuestra piel púber
y nos prestábamos vestidos baratos de colores chillones.
Babeábamos y mordisqueábamos
la botella de calimocho sin piedad,
en un ritual fraternal de intercambio de fluidos.
Y era un espectáculo vernos tan excitadas y expectantes,
el cielo centelleante de fuegos artificiales
como nuestros estómagos temblorosos y adolescentes.
De lo que ocurrió aquella noche
no hablaremos aquí.
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