
Es asombroso el derroche de colores, formas, tamaños y materiales que pueblan las sólidas estanterías de madera. El control absoluto de los dependientes sobre miles de minúsculas piececitas de plástico, nácar, metal, tela, strass… a precios tan diminutos como su tamaño.
Tienen, estos hombres, un estricto inventario mental que les lleva a ubicar el botón de marras en su cajoncito exacto. Saben en qué botecito de cristal duerme cada abalorio, cada cremallera, cada adorno. Y así hasta el infinito.
Esta mercería huele a matriarcado, a secretos de costura que pasan de generación en generación, a sabiduría femenina y a abuelas que acuden con sus nietas de abriguito de terciopelo granate con botones forrados. Los objetos esperan ansiosos, destinados a metamorfosear y embellecer las prendas de las compradoras.
Es, en definitiva, el lugar donde me gustaría pasar las tardes de Invierno si no trabajase en una agencia de publicidad.