
Siempre fui una niña espontánea, de lengua fácil, de imaginación desbordante, sin más límite que la protección de mi familia y mi propia fantasía.
Una persona de impulsos, transparente como el agua.
Nunca me enseñaron que el mostrarse como uno es fuese algo malo.
No recibí ese tipo de educación restrictiva y manipuladora, pues mi propia madre es una de las mujeres más auténticas que conozco.
Sin embargo en el colegio había niñas que actuaban de forma distinta. Niñas a las que desde muy pequeñas inculcaron las leyes de la discrección y la mesura.
Niñas con madres para las que la apariencia era el valor fundamental. Abanderadas de lo anodino. Niñas instruídas en la retorcida ciencia de la asepsia y la contención de las emociones.
Niñas con lazos siempre intactos, dobladillos perfectos y comportamiento escrupuloso.
Niñas aburridas. Niñas viejas.
Muy pronto descubrí que yo no pertenecía a esa clase de niñas. Mi coleta deshecha, mi verborrea infantil y mi ansia por leer libros de mayores me delataban.
Con el tiempo aprendí que aquella clase de niñas eran capaces de hacer mucho daño, con una sutileza y un retorcimiento impropios de su edad.
Todavía coincido con esa clase de niñas, que han crecido pero mantienen exactamente las mismas sofisticadas estrategias, si acaso refinadas por la experiencia.
Niñas grandes de sonrisa falsa y maneras de político que te la meten doblada antes de que te de tiempo a darte cuenta.
Tan discretas e invisibles como depredadoras.
Recuerdo a mis compañeras de clase haciéndose las devotas en misa y escribiendo invitaciones de cumpleaños.
Me imagino que ahora son iguales, sólo que han cambiado a Dios por el jefe y las invitaciones por folletos.