domingo, 26 de julio de 2009

El luchador



Esta mañana me desperté con la imagen de Randy en mi cabeza. Randy crucificado, lleno de llagas, cubierto de vendas, exalando el último suspiro de gloria, golpeado por la vida, desoladoramente solo, suplicando cariño. Randy hinchado, desfigurado, con las raíces sin teñir, con cicatrices en el cuerpo y en el alma. 


Ahora, cambiemos Randy por Mickey Rourke en el texto anterior.  Funciona igual, ¿verdad?  


Esta es la mejor prueba de que el director Darren Aronofski le regaló al malogrado actor un personaje hecho a su medida. Un personaje con el que redimirse, la última oportunidad para un hombre que se convirtió en la sombra de lo que era, abocado a la autodestrucción. Y se lo regaló en el momento preciso, cuando estaba en el mismísimo borde del abismo, cuando ya nadie se acordaba de él. 


Hollywood entrona y destruye ídolos. Tal vez el mundo de la lucha libre es, en El luchador, una metáfora del star system. Y su protagonista la otra cara del que fuera icono sexual, del que trabajara con Scorsese, del que era aclamado por multitudes, del que fue expulsado del paraíso sin piedad.


Las buenas películas son aquellas que te hacen olvidarte de todo lo que te rodea  para introducirte en una historia tan real, tan conmovedora, tan magistralmente interpretada, que se queda colgada en tu memoria para siempre. Por eso Randy me despertó esta mañana, con sus heridas abiertas y su mirada de perdedor. Porque Randy ya forma parte de mi mundo interior. Inolvidable. 


El luchador retrata sin piedad, sin concesiones, la otra cara del sueño americano, en forma de estrellas olvidadas, strippers maduras, empleados de supermercados,  campamentos de caravanas y soledad. Infinita soledad.


La película se cierra con un Bruce Springsteen en estado de gracia cantando a todos esos fracasados de vidas tan malogradas como la de Randy, de los que jamás escucharemos su historia.


Sean Penn le quitó su anhelado Óscar redentor a Mickey, pero a cambio se llevó un merecedísimo Globo de Oro.


Vean El luchador

martes, 21 de julio de 2009

Lo que de verdad importa




El verano pasado estuve en San Fins, una romería multitudinaria que se celebra en el pueblo de mis padres.

Después de tantos años fuera de casa, tuve la sensación de volver a pertenecer a un determinado lugar, a una determinada gente, aunque sólo fuese durante unos minutos. Fue muy entrañable y divertido.

Allí, entre el verdor más exuberante, efluvios de vino y rituales centenarios, se alza la pequeña capilla que cobija al santo.

Una anciana vende velitas para que los fieles y no tan fieles le hagan su petición a San Fins. Yo no soy religiosa, pero sí supersticiosa, y me atrae el folclore. Así que le compré una vela a la señora. Le pedí al santo que mi madre viviese 40 años más, pues la sola idea de separarme de ella me resulta demasiado insoportable.


Entonces, mi madre me confesó que, cuando yo era una adolescente, le hizo una petición muy especial a San Fins para mí.

Podría haberle pedido cualquier cosa: un novio, dinero, éxito...


Pero no le pidió nada de eso.

Lo que mi madre le pidió al santo es que nunca me faltaran las amigas. Y es que mi madre sabe cuáles son las cosas que de verdad importan.


Desde entonces, allí donde he ido, nunca me han faltado compañeras de aventuras y desventuras. 

Tengo la buena suerte o el buen criterio de rodearme de grandes personas. 

He aprendido a seleccionar a mis amigas:  son honestas, luchadoras, auténticas, buenas conversadoras, divertidas. 

A algunas las veo todas las semanas, a otras muy de cuando en cuando. A veces, incluso, nos abandonamos por temporadas. 

Unas son muy afines a mí, otras algo menos. 

Pero sé que puedo contar con ellas, y ellas saben que pueden contar conmigo. Eso es lo que de verdad importa. Mi madre lo sabe, ellas lo saben, yo lo sé.


Por eso hoy quiero darles las gracias a todas ellas, por hacer de mi vida un lugar mucho más habitable, divertido y acogedor.


Gracias, niñas.

Gracias, mamá.

Gracias, San Fins.

lunes, 13 de julio de 2009

Paris: In memorian




Hoy ha ocurrido algo muy especial en mi barrio, Malasaña. Algo que me ha devuelto la esperanza en el ser humano.
Reconozco que, de un tiempo a esta parte, pienso que la gran mayoría de la gente es un asco.
Sin embargo, parece que todavía puede haber un poco de luz en la oscuridad de la gran ciudad y el egoísmo de la vida moderna.

 Tener un animal doméstico abre a los propietarios una nueva y desconocida dimensión social: el fascinante mundo perruno, con las amistades y amores de los canes, sus juegos, su carácter; y por extensión el de sus propietarios. De alguna forma, se crean lazos entre los dueños de los perritos. 

Malasaña es punto de encuentro de perros.

Paris era amiga de mi perro. Era un animalito inocente y bello, una cachorrita de Carlino de pocos meses, arrebatadoramente simpática. Un ser vivo con toda una vida feliz por delante, que desapareció de forma cruel y violenta hace unas semanas, bajo las ruedas de un coche cabrón.

Yo lloré sinceramente por Paris, porque sí, porque la quería. Porque era inocente, alegre y buena sin fisuras, como lo son todos los perritos. Como no lo son la mayoría de los humanos.

Entonces sucedió el milagro: en el madrileño barrio de Malasaña se organizó una colecta subterránea para regalar un cachorrito al dueño de Paris. De forma desinteresada, los vecinos fueron haciendo su aportación para darle una bonita sorpresa y un poco de ilusión al chico, desolado. Y la iniciativa funcionó. La gente puso dinero de su bolsillo, olvidó sus problemas y egoísmos cotidianos para contribuír a hacer feliz a una persona a la que sólo conocían de vista.

Y el milagro tomó forma hoy en brazos de su agradecido dueño: un precioso cahorrito de bulldog francés, negro y de ojos tiernos, que todavía no tiene nombre.
Desde hoy, es un poco el perro de todos.
Para mí, un motivo más para sonreír.


p.d. Otro motivo para sonreír: ya somos
4.000 los que pasamos por aquí. :)

jueves, 9 de julio de 2009

Uno de esos días...

Hay días en los que me siento exactamente así. Todo me da igual.